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La Máquina del Olvido

 

La casa en la que crecimos era pequeña, apretada entre dos edificios más grandes que parecían protegerla de alguna amenaza desconocida. Dentro de sus paredes, los días se sentían como un ciclo eterno: el sonido del viento rozando los juníperos afuera, las lámparas de papel balanceándose con suavidad, y el olor a bambú húmedo que emanaba del suelo. Todo allí estaba diseñado para durar, menos nosotros.

Mi madre decía que cada familia es una máquina. “No perfecta, no eficiente”, aclaraba siempre, “pero hecha para seguir funcionando, incluso cuando una pieza se rompe”. A veces decía estas cosas mientras tejía alfombras, hilos oscuros entrelazándose con claros, como si su labor pudiera reparar algo más grande que el agujero que intentaba cubrir.

Yo tenía catorce años cuando comprendí que la máquina de la familia era tanto refugio como prisión. Mi hermana mayor, Mari, solía pasar horas en la habitación principal, escribiendo caracteres japoneses en papeles pequeños. Decía que era su forma de recordar un sueño recurrente: una ciudad blanca y brillante que no reconocía pero que siempre sentía como hogar. “No hay bambú, no hay alfombras”, decía. “Solo piedras lisas, como un suelo sin memoria”.

Mi padre no entendía a Mari, y creo que por eso nunca intentó detenerla. Para él, las reglas eran claras: nacemos, trabajamos, envejecemos, y en algún momento dejamos de soñar. Esa era la mecánica de la máquina, y cualquier desviación era un error que debía corregirse.

Una noche, Mari se fue. Su silla en la mesa quedó vacía, pero nadie hablaba de ella. Solo mi madre, al limpiar el polvo del junípero, dejaba escapar murmullos que parecían más para sí misma que para nadie más.

Con el tiempo, el silencio que dejó Mari se volvió parte de la rutina, como el crujir de las piedras bajo las suelas de los zapatos o el balanceo constante de las lámparas de papel. Pero yo no podía dejar de pensar en sus palabras, en esa ciudad blanca que describía, en el deseo de escapar de una máquina que parecía haber sido construida para contenernos.

Años después, me encontré caminando por un mercado en una ciudad que no conocía. Había bambú entre las tiendas, y el viento soplaba con el mismo sonido que en nuestra infancia. En una esquina, vi a una mujer inclinada sobre una mesa, escribiendo caracteres japoneses en hojas de papel gastado.

No era Mari. Pero en ese momento, entendí algo que había estado evitando: la máquina no era la familia ni la casa. Era el mundo mismo, una máquina tan vasta que nunca podríamos salir de ella. Solo podíamos intentar rediseñarla, cada uno a nuestra manera, con nuestras herramientas limitadas: los sueños que recordábamos y los que habíamos olvidado.

Regresé a casa, al pequeño espacio entre los edificios. Mi madre seguía allí, tejiendo alfombras, las manos más lentas, pero firmes. “¿Encontraste lo que buscabas?”, me preguntó sin mirarme.

“No lo sé”, respondí.

Ella sonrió, como si entendiera más de lo que dejaba ver. “Nadie lo sabe”, dijo. “Pero seguimos soñando, ¿no es así?”

 

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