El Monte Fuji se alzaba con una quietud imponente, como si su silueta blanca no fuera más que una pincelada detenida en el tiempo. Desde la región de los Cinco Lagos, parecía más cercano, casi al alcance de la mano, pero su presencia evocaba distancia, como si su verdadera esencia se escondiera en algún lugar inaccesible.
Fue en uno de esos lagos, Kawaguchiko, donde Hana y yo habíamos parado, nuestras conversaciones convertidas en susurros, casi nada. Ella había insistido en que este era el lugar ideal para encontrar paz, como si el Monte Fuji pudiera absorber todo el peso que llevábamos dentro.
Pero yo sabía, incluso antes de llegar, que el viaje no era por mí. Hana era el tipo de persona que necesitaba que las cosas cerraran un círculo, aunque el círculo fuera imperfecto, lleno de grietas y bordes afilados. Al mirarla, entendí que no era paz lo que buscaba; era una forma de ponerle fin a algo.
“Ese gato abandonado en la habitación…” comenzó a decir mientras miraba el lago. Su voz se perdió entre el susurro del viento.
“¿Qué gato?” le pregunté, aunque entendía que no hablaba de un animal real.
“El que dejamos atrás, el que ni siquiera tuvimos el valor de alimentar.” Su tono era calmo, pero había algo en su mirada, algo que ya había decidido.
Me llevaste aquí para mostrarme algo, pensé, pero no sabía qué. Lo supe al día siguiente, cuando desperté en el hostal y encontré su carta. No era una despedida, no en el sentido tradicional, pero llevaba consigo el peso de un adiós.
“Te traje a este lugar porque aquí vi por primera vez la maldad en mí. La vi reflejada en tus ojos, en cómo me mirabas, como si esperaras que todo lo que hacía tuviera un propósito noble. Pero no lo tenía. Nunca lo tuvo. He dejado cosas atrás, igual que tú, y ahora entiendo que nunca miré atrás porque no soportaba la culpa.”
Leí esas líneas una y otra vez, pero no encontré enojo en ellas, solo una especie de fatiga, como si hubiera cargado con demasiado durante demasiado tiempo.
Salí al balcón y miré hacia el Monte Fuji. Estaba envuelto en una neblina tenue, que parecía disolver sus bordes. Pensé en Hana, en la forma en que siempre había buscado algo que nunca pudo nombrar. Tal vez era este lugar, este silencio, este espacio donde el mundo parecía detenerse.
En algún lugar de ese paisaje, entendí algo que nunca había visto antes. Lo que Hana llamaba “maldad” en su carácter no era más que la sombra de una lucha interna, la misma que todos llevamos dentro. Quizás eso era lo que el Monte Fuji simbolizaba: un volcán dormido, con su fuego oculto, capaz de destruir y, al mismo tiempo, de sostener belleza.
Esa tarde, caminé por las orillas de Kawaguchiko, dejando que el sonido del agua llenara el vacío que sentía. Y por primera vez, no traté de llenar el silencio con palabras o pensamientos. Simplemente lo dejé ser.
El Monte Fuji permaneció ahí, distante y cercano, como una promesa de que, incluso en el vacío, siempre habría algo que encontrar.