El atardecer teñía el cielo de Kioto con tonos dorados que descendían suavemente sobre los tejados curvados de Gion. Las calles estaban tranquilas, como si el día exhalara un último suspiro antes de sumergirse en la noche. La gente se deslizaba entre sombras alargadas, envuelta en la calma que solo existía en ese rincón del mundo. En la casa de madera donde el jardín estaba enmarcado por un muro antiguo, Naoko se sentó sola, observando las piedras cuidadosamente dispuestas.
Había algo en el jardín que siempre le hablaba, incluso en silencio. Los guijarros parecían resonar con ecos de otras vidas, de otros días, como si cada piedra albergara una memoria que no pertenecía a ella. Pero ahora, mientras miraba, notaba el vacío, un vacío que antes había ignorado.
“Cuando hacíamos el amor, el gato siempre se iba al otro cuarto,” recordaba con claridad la voz de Hiroshi, tan serena como burlona. Su tono había sido siempre igual, como si nada pudiera alterarlo, ni siquiera el caos que a veces se desbordaba entre ellos.
Habían compartido esa casa durante cinco años. Al principio, todo era descubrimiento: los pequeños rituales de la vida diaria, la emoción de descifrar los silencios del otro. Pero, con el tiempo, esos silencios crecieron, se hicieron densos, como niebla acumulándose en el jardín. Y entonces Hiroshi se fue.
No hubo una pelea. No hubo una despedida. Solo una mañana en la que Naoko despertó para encontrar su lado de la cama frío, su taza en el fregadero, el olor de su loción de afeitar aún suspendido en el aire. En el jardín, las piedras estaban exactamente donde siempre habían estado, pero el gato ya no entraba en la habitación.
El tiempo pasó, y Naoko encontró consuelo en el jardín. Cada piedra, cada curva del musgo parecía hablarle de una armonía que ella misma no podía sentir. Pero ahora entendía. Lo que llamaba armonía no era más que salvajismo contenido, un caos que el hombre había domesticado con muros y reglas. Fuera del jardín, el mundo seguía siendo ese caos. Dentro, era solo una imitación de lo que nunca podría controlar.
En las tardes como esta, el sol descendiendo sobre Kioto y el aroma del incienso flotando desde algún altar cercano, Naoko se preguntaba si Hiroshi había encontrado el mismo vacío que ella. ¿Había dejado el jardín para buscar algo más salvaje? ¿O había descubierto que incluso lo salvaje puede volverse insípido?
Naoko cerró los ojos y dejó que el aire fresco la envolviera. El sonido de una campana lejana marcó el fin del día. En el jardín, las piedras seguían inmóviles, pero Naoko pensó que podían estremecerse en cualquier momento, como si estuvieran esperando el regreso de algo que jamás volvería.
Y entonces lo entendió: el vacío no era el jardín ni las piedras ni Hiroshi. El vacío era ella, y de alguna manera, ese vacío era libertad. Había querido llenar cada rincón con significado, con amor, con memoria. Pero ahora veía que lo que realmente le pertenecía no era lo que llenaba, sino el espacio mismo, el caos que se hacía con todo, y al que nadie podía domesticar.
Se levantó, una sombra más entre las sombras del atardecer, y dejó el jardín a su salvajismo.