Entre las flores moradas y lilas
baila el aire en susurros perfumados.
El mundo parece suspenderse,
un instante detenido en movimiento,
donde los colores hablan más que las palabras.
Los colibríes, flechas de jade y zafiro,
saltan de pétalo en pétalo,
dibujando geometrías invisibles
en el lienzo del viento.
Sus alas son murmullos veloces,
un canto que el oído apenas roza.
El perfume de las lilas es un poema
escrito en la lengua de la primavera,
dulce pero efímero,
como un recuerdo que nunca se queda.
Y el aire, cómplice de los aromas,
los lleva lejos, donde yo no alcanzo.
Las flores no preguntan por qué existen,
se abren al sol, al rocío, al tacto
de un pájaro que bebe su esencia
y sigue su camino, sin promesas.
Y yo, que las contemplo desde la sombra,
me siento parte de este juego sutil,
un testigo más de la danza del mundo
que no pide permiso para ser hermosa.
La vida aquí no es nada más ni nada menos
que fragancia y movimiento,
un pulso que late sin explicación,
que en su simpleza lleva el infinito
y en su fragilidad, el misterio eterno.