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La  flechas

 

El camino comenzaba en un muro gris como piedra, o eso parecía. Una piedra gris, anónima, como tantas otras que se encontraban desperdigadas a lo largo de senderos olvidados, pero esta tenía algo diferente: sobre su superficie rugosa, alguien había colocado varias flechas, una hacia la izquierda y otra hacia la derecha, para arriba, abajo a un lado como si dudara entre sus propios designios.

El hombre, que había llegado allí por accidente —aunque sabía bien que nada era un verdadero accidente—, observó las piedras con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Más adelante, otras flechas aparecieron, no solo en piedras, sino también en troncos, muros viejos y postes de madera, como si un ejército invisible hubiese invadido aquel lugar y dejado marcas sin orden ni lógica aparente. Algunas flechas eran simples, otras estaban rodeadas de palabras que no entendía, un idioma que parecía haber surgido de un sueño o de una broma cruel del tiempo.

Se detuvo frente a un cruce donde las flechas se multiplicaban. Había al menos diez de ellas, todas apuntando en direcciones distintas, y cada una parecía prometer un destino distinto. La primera decía algo que podría ser “montaña” o “abismo”; otra señalaba hacia algo que se parecía a “puerta” o quizá “espejo”. Una tercera tenía un símbolo, un círculo con un punto en el centro, y aunque no decía nada más, el hombre sintió que lo estaba observando.

—¿Y ahora? —murmuró para sí mismo, aunque la pregunta parecía dirigida al aire, al cielo o al bosque que lo rodeaba.

No había nadie para responder, por supuesto, solo el viento que agitaba las hojas y las flechas que parecían burlarse de él con su insistente silencio. Era un laberinto sin paredes, un mapa sin coordenadas, y cuanto más miraba las señales, más parecían multiplicarse, como si el simple acto de intentar comprenderlas las hiciera proliferar.

—Quizá no se trata de entender —pensó, aunque la idea no lo tranquilizaba.

Se aventuró por uno de los caminos, guiado más por la intuición que por la razón, pero apenas había avanzado unos metros cuando nuevas flechas aparecieron, marcadas en el suelo, en las ramas, incluso en las piedras que él mismo pisaba. Algunas se contradecían entre sí, otras lo devolvían al punto de partida, y pronto se dio cuenta de que estaba caminando en círculos, o en espirales, o en alguna otra forma geométrica que no podía identificar.

El tiempo perdió su sentido. Las horas, o los días, se deslizaban sobre él como una bruma pesada, y cada paso lo llevaba más lejos de algo que ni siquiera sabía si estaba buscando. Comenzó a pensar que las flechas no eran una guía, sino un espejo de su propia indecisión, una manifestación física de las preguntas que nunca había querido hacerse.

Cuando finalmente se detuvo, exhausto, notó que estaba de nuevo frente a la primera piedra, aquella con la flecha sencilla, clara, apuntando hacia un camino que ahora parecía más distante que nunca. No había respuestas, ni un final que lo esperara al otro lado. Solo estaba él, las flechas y el silencio del mundo.

—Quizá no se trata de llegar —murmuró, aunque no estaba seguro de a quién se lo decía.

Y con esa frase, volvió a caminar, esta vez sin mirar las flechas, permitiendo que sus pasos decidieran el rumbo, confiando en que el camino, cualquiera que fuese, era suficiente.

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