El chico del carruaje corre tras un sueño,
la hija en el coche, la madre también,
pero su mirada está fija en la joven,
la que mueve su corazón como el viento a las hojas.
Ella ríe, y el mundo se vuelve más ligero,
como si la gravedad cediera ante su sonrisa.
El camino se extiende, polvo y piedra,
pero él no lo siente;
el peso está en su pecho,
un anhelo que no tiene nombre,
un deseo que no pide permiso.
La madre habla, la niña canta,
y el chico escucha solo el eco
de la risa de ella, de la joven,
como un hilo invisible que lo ata
y lo arrastra por la senda interminable.
¿Es amor, o es la ilusión del momento?
No lo sabe, ni quiere saberlo.
El carruaje avanza, rueda tras rueda,
y él solo espera el instante
en que ella lo mire,
en que sus ojos sean el paisaje
que atraviesa con cada paso.
Todo para complacerla:
el esfuerzo, el sudor, el tiempo,
la distancia que parece un sacrificio
y es, en realidad, una ofrenda.
Ella no lo sabe, quizás nunca lo sepa,
pero en ese carruaje lleva su corazón,
entregado sin promesas,
movido por la simple necesidad de sentirla cerca.
Y mientras las ruedas giran,
él se pierde en el movimiento,
en el sueño fugaz de que, tal vez,
ella también lo vea.