La puerta negra estaba al final de la calle, como una herida oscura que destacaba entre las casas blancas y los muros de ladrillo desgastado. Era un secreto a voces, una de esas cosas de las que todos hablan, pero nadie se atreve a enfrentar de frente. Las cerraduras doradas que la cubrían relucían bajo el sol, como si se burlaran de los curiosos. Detrás de ellas, decían, había un mundo que no se podía desenterrar sin pagar un precio.
Amir la miraba desde lejos cada tarde, mientras regresaba a su pequeño apartamento después de trabajar en la tienda de telas. Había llegado al barrio hacía años, con un maletín lleno de mapas y un corazón cargado de expectativas. Pero la realidad le había enseñado que los mapas no te llevan al hogar, y que el hogar, una vez perdido, no se puede encontrar en otro lugar.
La puerta negra le recordaba su propio pasado, ese jardín isleño que había dejado atrás. En su mente, todavía podía sentir la humedad del aire, oír el murmullo del océano mezclado con las risas de sus hermanas. Pero esas imágenes estaban desgastadas, como una película vieja que se corta en los momentos más importantes. Había aprendido a no confiar en sus recuerdos; siempre lo traicionaban cuando más los necesitaba.
Una tarde, mientras se sentaba en la banca frente a la puerta, una mujer se le acercó. Era joven, con un vestido que parecía hecho de hojas secas y un rostro que llevaba la marca de haber visto demasiado. “¿Por qué siempre miras la puerta?” le preguntó.
Amir dudó. No estaba seguro de por qué lo hacía. Quizás porque representaba todo lo que había perdido: lo inexplicable, lo irreparable. “¿Qué hay detrás de ella?” preguntó a su vez.
La mujer sonrió, pero no fue una sonrisa amable. “Cosas que no puedes recuperar. Y cosas que nunca deberías buscar.”
Esa respuesta lo dejó intranquilo. Esa noche soñó con su hogar, pero el sueño era diferente a otros. En lugar de risas y luz, había sombras y voces susurrantes. La casa de su infancia estaba vacía, excepto por la figura de su madre, que estaba de pie junto a una puerta negra, idéntica a la del barrio. Ella lo miraba, pero no decía nada. Cuando intentó acercarse, la puerta se cerró de golpe, y él despertó empapado en sudor.
Al día siguiente, Amir decidió acercarse. No sabía qué esperaba encontrar, pero sentía que debía hacerlo. Las cerraduras doradas brillaban como siempre, pero ahora parecían más amenazantes que hermosas. Extendió la mano para tocar la puerta, pero antes de que pudiera hacerlo, la voz de la mujer lo detuvo. “No lo hagas.”
Ella estaba ahí de nuevo, con su vestido de hojas y su expresión críptica. “Algunas puertas están hechas para permanecer cerradas”, dijo. “Si la cruzas, nunca serás el mismo.”
“Ya no soy el mismo”, respondió Amir con amargura.
La mujer lo miró con algo que parecía tristeza. “Entonces, no necesitas abrirla. Lo que buscas no está ahí, ni detrás de ninguna puerta.”
Amir se quedó quieto, con la mano a centímetros de las cerraduras doradas. En ese momento entendió algo que no había querido admitir: no era la puerta lo que lo llamaba, sino la esperanza de que pudiera devolverle algo que ya no existía. Bajó la mano y se alejó, sintiendo el peso del pasado como nunca antes.
Esa noche, cuando soñó con su hogar, ya no estaba vacío. Su madre y sus hermanas estaban allí, pero esta vez no lo miraban con tristeza. Estaban juntas, riendo bajo el mismo árbol donde solían sentarse. Y aunque sabía que nunca volvería a ese lugar, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía recordarlo sin dolor.
La puerta negra seguía allí al día siguiente, intacta. Pero Amir ya no la miró. Había aprendido que algunas puertas no necesitan abrirse para enseñarte lo que realmente importa.