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El mercado: un templo dedicado a lo bello

 

Entre el bullicio del mercado, donde el aire se mezcla con el aroma de frutas frescas y verduras recién cosechadas, ella caminaba despacio, como quien sabe que el mundo se detiene a su paso. Sus pasos eran elegantes, suaves, una danza que parecía estar en perfecta armonía con el entorno colorido que la rodeaba. Las naranjas brillaban con la luz del sol, los racimos de plátanos colgaban pesadamente, y las verduras, alineadas en perfecta simetría, formaban un mosaico de colores intensos y vibrantes.

Mientras avanzaba, las miradas la seguían. No era solo su belleza lo que capturaba la atención, sino la forma en que se movía, con una serenidad que contrastaba con el ajetreo del mercado. Era como si sus pasos marcaran un ritmo propio, uno que desafiaba la prisa de la gente a su alrededor.

Los vendedores, con sus manos curtidas por el trabajo, detenían por un instante sus pregones, observándola con una mezcla de admiración y respeto. Sabían que ella no era como las demás, que había algo en su presencia que hacía que incluso la más humilde de las frutas pareciera más dulce, más apetecible.

Pasó junto a una pila de manzanas rojas, y sus dedos, delicados y seguros, se posaron sobre una de ellas, acariciando su superficie suave. No la tomó, solo la tocó, como quien aprecia el arte en su forma más simple. Y luego, con una sonrisa casi imperceptible, continuó su camino, dejando tras de sí un rastro de miradas que la seguían, deseando que se detuviera, que dijera algo, que ofreciera un gesto que les permitiera acercarse a ese mundo que parecía tan distante.

Entre risas y murmullos, se escuchaban frases de admiración, palabras que los hombres compartían en voz baja, como si al decirlas en alto pudieran romper la magia de su andar. Era un deseo contenido, un anhelo que se reflejaba en sus ojos, esperando una respuesta que tal vez nunca llegaría.

Las cestas de frutas parecían inclinarse hacia ella, ofreciéndose como ofrendas a una reina que recorría su reino. Cada guiñada de ojo, cada sonrisa que esbozaba, provocaba suspiros y sonrisas a su paso, como si su mera presencia bastara para iluminar el día más gris.

Y así, el mercado, con su caos habitual de colores y olores, se convertía en un escenario donde ella era la protagonista indiscutible. Su caminar pausado, su elegancia natural, transformaban lo cotidiano en algo extraordinario, y cada paso que daba dejaba una huella imborrable en la memoria de quienes la veían pasar.

Cuando llegó al final del mercado, giró la cabeza ligeramente, ofreciendo una última mirada, un último destello de esa misteriosa seducción que todos ansiaban comprender. Y luego, desapareció entre la multitud, dejando a su paso un mercado que, por un momento, había dejado de ser un simple lugar de compra y venta, y se había convertido en un templo dedicado a la belleza en su forma más pura.

 

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