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Por las callejuelas en Turquía

 

 

El sol se escondía detrás de las torres de Estambul, proyectando sombras alargadas sobre las calles empedradas. Las siluetas de las mezquitas dominaban el horizonte, sus cúpulas y minaretes recortándose contra el cielo teñido de naranja y púrpura. Caminabas sin prisa, dejándote llevar por el laberinto de callejones, siguiendo el eco de un llamado a la oración que resonaba en la distancia.

Las calles eran un mosaico de historias, cada piedra parecía susurrar secretos de tiempos pasados. Los adoquines, desgastados por los pasos de innumerables viajeros, contaban relatos de comerciantes, poetas y aventureros que habían recorrido esos mismos caminos. El aire olía a especias, a mar y a la promesa de lo desconocido.

Pasaste junto a una mezquita, su entrada adornada con intrincados arabescos y puertas de madera tallada. Te detuviste un momento, observando cómo la luz del atardecer pintaba de dorado los mosaicos que decoraban las paredes. Cada azulejo era una obra de arte, una pieza de un rompecabezas que contaba una historia de fe, de devoción y de siglos de historia entrelazados.

Continuaste tu caminata, cruzando un puente que unía dos mundos. A un lado, la modernidad vibrante de la ciudad; al otro, la calma atemporal de los barrios antiguos, donde las torres de las mezquitas se erguían como guardianes del pasado. Te adentraste en las calles estrechas, donde el bullicio de la ciudad parecía atenuarse, dejando solo el sonido de tus pasos y el murmullo de tus pensamientos.

El viaje era una aventura, pero también una introspección. Cada paso te llevaba más cerca de un descubrimiento, no solo de la ciudad, sino de ti misma. Las torres que se elevaban hacia el cielo eran como tus sueños, altos y a veces inalcanzables, pero siempre presentes, guiándote hacia adelante. Las mezquitas, con su quietud sagrada, te recordaban la importancia de la paz interior, de encontrar un refugio en medio del caos.

Finalmente, cuando el sol se desvaneció por completo, te detuviste en una pequeña plaza. El cielo nocturno, salpicado de estrellas, se reflejaba en las aguas de una fuente. Te sentaste en el borde, dejando que el frescor del agua te envolviera. Habías caminado mucho, pero sentías que el viaje apenas comenzaba. En ese instante, comprendiste que la verdadera aventura no estaba en los lugares que habías visto, sino en las historias que habías vivido en tu corazón mientras caminabas.

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