El horno de barro viejo y robusto, descansa en un rincón del patio, abrazado por el aroma de la leña que arde lentamente. Su estructura, hecha con las manos que moldearon el barro húmedo, guarda en su interior las historias de generaciones. Es aquí, en su cálido vientre, donde se cuecen las cerámicas que adornan la casa y donde también se han cocinado innumerables alimentos que han nutrido cuerpos y almas.
Cuando el fuego es encendido, el horno cobra vida. Las llamas danzan y chisporrotean, lamiendo las paredes internas con un calor que transforma. La leña se convierte en brasas incandescentes, y el horno emana un calor constante, casi reconfortante. Cada pieza de cerámica que entra en su interior es una obra de paciencia y dedicación. El barro, frío y maleable al principio, se endurece y adquiere resistencia bajo la caricia del fuego. Lo que fue blando y susceptible se convierte en algo sólido y duradero, algo que puede resistir el paso del tiempo.
A la par, los alimentos también encuentran su destino dentro de este horno. Panes, carnes, vegetales… todo lo que toca el fuego del horno se transforma, no solo en sabor, sino en sustancia. El aroma que se desprende de la comida cocinándose envuelve el lugar, creando una atmósfera de hogar, de bienestar. Es en este espacio donde la perfección se deja de lado, donde no importa si la masa no sube del todo o si la cerámica sale con alguna imperfección. Aquí, lo importante es el proceso, el momento compartido, el calor que se siente en el cuerpo y el alma.
Si pudiera vivir nuevamente mi vida, pensaría el viejo horno, haría menos caso de las instrucciones exactas, de las recetas perfectas. Me permitiría arder más intensamente, dejar que las llamas alcancen rincones que nunca han tocado antes. Me relajaría más, dejaría que las piezas se cocieran a su propio ritmo, sin tanta prisa, sin tanta presión por ser perfectas.
Sería menos higiénico, permitiría que el barro se mezclara con las cenizas, que las imperfecciones contaran sus propias historias. Correría más riesgos, aceptaría la vida con más piezas imperfectas, saborearía el resultado de lo inesperado. Haría más viajes a través de los sentidos, explorando nuevos sabores, nuevas texturas. Contemplaría más atardeceres, dejando que el último rayo de sol se deslizara dentro de mi boca antes de apagarse. Subiría más montañas de leña, dejaría que se consumieran por completo, nadaría más ríos de sudor y esfuerzo, entendiendo que la verdadera belleza está en la imperfección y en el calor que transforma.
Así es la vida en el horno de barro, un ciclo continuo de creación, donde el fuego no solo cocina, sino que también forja, moldea, y finalmente, da vida.