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Su luz una promesa

 

A lo lejos, en un promontorio donde la tierra se encuentra con el cielo, se erguía un faro. No era como los demás, que encendían su luz al caer la noche para guiar a los navegantes perdidos. Este faro tenía una peculiaridad: iluminaba desde el día, con un resplandor que no venía del fuego o de la electricidad, sino de algo más profundo, algo que parecía emanar desde su misma esencia.

Bajo la luz del sol, cuando todo parecía revelado y claro, el faro emitía un brillo suave, como un susurro en medio del bullicio del mundo. No había necesidad de su luz en la claridad del día, y sin embargo, ahí estaba, ofreciendo una guía que pocos comprendían. Los que pasaban por allí se preguntaban para qué servía, si el sol ya iluminaba todo. Pero los que conocían su secreto sabían que ese faro no era para los barcos, sino para los corazones.

En su interior, el faro albergaba un antiguo anhelo, un deseo de conexión que iba más allá del tiempo y del espacio. Su luz, tenue pero constante, era como una promesa, como esos momentos compartidos que parecían insignificantes pero que al recordarlos se transformaban en tesoros. Esa luz era el recuerdo de una compañía deseada, de un abrazo que dejó un vacío perfecto, un espacio entre dos cuerpos donde sólo cabía un nombre. Era la luz que iluminaba los pensamientos de alguien que, al despertar, se imaginaba compartiendo el desayuno, rompiendo la rutina, bailando y riendo sin vergüenza, discutiendo por tonterías para luego reconciliarse en un abrazo más íntimo que las palabras.

El faro, con su resplandor diurno, se mantenía firme, como si esperara algo. Tal vez esperaba que alguien, al mirarlo desde lejos, comprendiera que la luz que emanaba no era solo para guiar a los que navegaban el mar, sino también a los que navegaban las aguas más turbulentas del corazón. Era una luz para aquellos que, en medio del día, se sentían solos, perdidos en sus pensamientos, con un hueco en el alma que solo un recuerdo podía llenar.

Quienes sabían la verdad del faro entendían que su luz era un faro del alma, una manifestación de todos esos deseos que no se olvidan, de esos momentos que se atesoran aunque el tiempo siga adelante. Iluminaba desde el día porque su propósito no era el de guiar a los barcos, sino el de mantener viva la memoria de esos anhelos, para que, en medio de la claridad y la rutina, nadie olvidara la importancia de esos pequeños huecos, de esos nombres que se llevan en silencio, de esas luces que siguen brillando, incluso cuando el sol está en lo alto del cielo.

El faro seguía iluminando, no para que lo vieran los barcos, sino para que lo sintiera el corazón. Y aquellos que alguna vez se detuvieron a mirarlo, comprendieron que su luz era una promesa de que, en algún lugar, alguien más guardaba un hueco con su nombre, esperando un día, tal vez, poder llenarlo de nuevo.

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