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Refugio sagrado

 

 

En el bosque escondido, lejos del bullicio y la frialdad del mundo, existía un lugar mágico donde los frutos rojos prosperaban. Las frambuesas, las moras y las fresas crecían en abundancia, sus colores vibrantes contrastando con el verde profundo del follaje. Este rincón era más que un simple refugio; era un santuario donde las almas cansadas encontraban paz y compañía.

Cada fruto rojo tenía su propia historia, su propio momento en el ciclo de la vida. Las frambuesas, con su dulzura delicada, ofrecían consuelo a los que buscaban un respiro de la agitación del mundo exterior. Las moras, robustas y llenas de sabor, proporcionaban la fuerza necesaria para enfrentar las adversidades. Y las fresas, jugosas y aromáticas, traían un toque de alegría y esperanza a quienes se detenían a probarlas.

Los viajeros que encontraban este lugar no llegaban por casualidad. Era como si el bosque mismo los guiara, abriendo un camino secreto solo para aquellos que realmente lo necesitaban. Llegaban con los corazones cargados de tristeza, rabia o miedo, pero al entrar en este bosque, algo cambiaba. La presencia de los frutos rojos tenía un efecto transformador, como si cada mordisco les devolviera una parte de su alma.

Un anciano, cuya vida había estado marcada por la pérdida y la soledad, se encontró una tarde en este refugio. Al probar una mora, sintió una oleada de energía recorrer su cuerpo, llenándolo de una fuerza que creía perdida. Se sentó bajo un árbol, dejando que la paz del lugar lo envolviera, y por primera vez en años, se permitió llorar. No eran lágrimas de tristeza, sino de alivio, como si el peso de sus años finalmente se disipara.

Una joven, huyendo de la crueldad de quienes no la comprendían, halló refugio entre las frambuesas. Su dulzura le recordó la bondad que aún existía en el mundo, y mientras se sentaba en el suave musgo, sintió que el bosque la abrazaba, dándole el apoyo que tanto necesitaba. Los murmullos de las hojas y el susurro del viento le hablaban de tiempos mejores, y en ese momento, supo que no estaba sola.

Una niña, cuyo espíritu había sido herido por la indiferencia y la maldad, encontró consuelo en las fresas. Su aroma dulce y su sabor alegre le trajeron una sonrisa, y mientras recogía los frutos, sintió que cada uno era un pequeño rayo de esperanza. Con cada bocado, su corazón se llenaba de luz, y la frialdad que la había envuelto comenzó a derretirse.

En este rincón del bosque, los frutos rojos eran más que alimentos; eran símbolos de la vida misma. Representaban la capacidad de sanar, de encontrar fuerza en la fragilidad y de descubrir la belleza en medio de la adversidad. Los viajeros que llegaban a este lugar salían renovados, llevándose con ellos un pedazo de la magia del bosque.

Y así, el bosque continuaba su ciclo, eterno y constante, ofreciendo sus frutos a quienes los necesitaban. Los viajeros entraban y salían, cada uno viviendo su momento, encontrando en ese rincón del bosque un refugio para descansar, para encontrar apoyo y compañía, para huir de la frialdad del mundo o esconderse de la maldad que los quería destruir. Y en el centro de todo, los frutos rojos permanecían, esperando pacientemente a aquellos que los buscaban, ofreciendo su dulce consuelo y su silenciosa fortaleza.

 

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