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Testigo silencioso

 

 

En medio del vasto océano, solitaria y majestuosa, se erguía una estatua blanca, inmóvil sobre una roca desgastada por el tiempo y el oleaje. Era una figura compleja, tallada con detalles que narraban historias de amor, pérdida y esperanza. Su semblante sereno reflejaba una paz interna, aunque el mar a su alrededor rugiera con furia desatada.

Cada mañana, la estatua se limpiaba con el primer rayo de sol, como si este actuara de espejo, devolviendo su propia imagen en la superficie tranquila del agua. En ese momento de claridad, parecía cobrar vida, escuchando los murmullos del mar, mirando a los ojos del horizonte infinito.

Un día, una pequeña barca se acercó, remando con esfuerzo contra la marea. En ella, un marinero solitario buscaba conversación, alguien con quien compartir sus pensamientos y sueños, alguien que no juzgara ni señalara con dedos acusadores. Al llegar, se detuvo frente a la estatua y, sin palabras, sintió la calidez de su presencia.

El marinero, agotado por las heridas invisibles que cargaba en su alma, se sentó a los pies de la estatua. Con ternura, la figura blanca parecía envolverlo en un abrazo invisible, sin prejuicios, sin preguntas. Su presencia era un bálsamo, una venda para sus heridas. Cada ola que rompía a sus pies era una caricia suave, un susurro que decía: “Estoy aquí contigo”.

Día tras día, el marinero regresaba. La estatua, siempre silenciosa, lo escuchaba con una paciencia infinita. No había juicio en su mirada, solo una comprensión profunda. Llamaba al dolor por su nombre y lo acunaba hasta que se desvanecía en la vastedad del océano.

“Larga vida a la gente que sana,” pensaba el marinero, “a aquellos que no abandonan, que esperan con corazón abierto.” La estatua era su faro, una luz en la tormenta que lo tranquilizaba, acallando sus demonios interiores. Con cada visita, se sentía más ligero, más capaz de enfrentar el mar de su vida.

Y así, en medio del océano, la estatua blanca seguía siendo un testigo silencioso de las batallas internas de aquellos que la encontraban. Una guardiana de secretos y sanadora de almas, cuya presencia solitaria era una paradoja: compleja en su inmovilidad, pero vital para aquellos que buscaban refugio en su sombra.

 

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