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Corazón de piedra

 

En un río que serpenteaba entre colinas verdes y suaves, las piedras descansaban en su lecho, cada una marcando su lugar en el flujo constante del agua. El río no era particularmente grande ni majestuoso, pero su presencia era poderosa en su simplicidad, y las piedras, aunque inmóviles, eran testigos silenciosos de su viaje interminable.

Una mañana clara, el río despertó con una energía renovada, como si el aire mismo estuviera cargado de promesas. El sol brillaba intensamente, y el agua reflejaba destellos de luz en cada ondulación. Las piedras, algunas grandes y otras pequeñas, se encontraban sumidas en sus reflexiones, sintiendo el abrazo del agua que las envolvía y el peso del tiempo que les confería su forma.

A medida que la corriente se intensificaba, pequeñas correntadas de agua se deslizaban entre las piedras, formando pequeños remolinos que jugaban con la luz del sol. Cada impulso del agua era un latido del río, una vibración que pasaba por las piedras, recordándoles su rol en el gran esquema del río.

Una piedra particularmente grande, que yacía en el centro del lecho, observaba cómo la corriente se intensificaba. Su superficie estaba erosionada, sus bordes redondeados por el constante roce del agua. Era una piedra antigua, con muchas historias en sus grietas. Sentía el empuje del agua con cada minuto, el ritmo de la corriente marcando su existencia.

Un día, el agua comenzó a fluir con una mayor fuerza, como si el río estuviera respirando profundamente. Las piedras se movían ligeramente, el agua chocando contra ellas con una energía renovada. La piedra grande sintió un impulso creciente, como el corazón que se contrae en anticipación de algo nuevo. Los remolinos se formaban alrededor de ella, el agua creando un tapiz de movimiento y sonido.

La piedra grande vio cómo una pequeña piedra, que había estado a su lado durante mucho tiempo, comenzaba a moverse lentamente. La corriente había encontrado una nueva dirección, y la pequeña piedra, arrastrada por el flujo renovado, se alejaba de su lado. La piedra grande sintió una mezcla de nostalgia y aceptación, consciente de que la pequeña piedra estaba comenzando su propio viaje, una nueva etapa en su existencia.

Las correntadas de agua siguieron fluyendo, y la piedra grande observó el espectáculo del agua en movimiento, sintiendo cómo cada impulso la conectaba con la esencia del río. La vida del río era un ciclo constante de movimiento y quietud, de comienzos y finales. Cada piedra en el lecho, grande o pequeña, tenía su papel en el flujo de la corriente, y el río era un reflejo de la vida misma.

El tiempo pasó y la piedra grande, aunque aún sólida en su lugar, comenzó a sentir cómo su forma cambiaba. Las correntadas seguían fluyendo, y el agua seguía puliendo su superficie, transformándola con cada toque. Sabía que su tiempo en el centro del río había sido una etapa, pero el proceso continuaba, como un ciclo eterno de dar y recibir, de ser parte del todo.

Al final del día, cuando el sol se ocultaba detrás de las colinas y el río reflejaba los últimos destellos de luz, la piedra grande sintió una profunda paz. Sabía que, aunque su forma había cambiado y su rol había evolucionado, su esencia permanecía conectada con el flujo del agua. En el medio, el final y el nuevo comienzo, había una continuidad en su existencia.

En su corazón de piedra, la verdad se asentó: no importa cuánto cambie la corriente o cuántas piedras se muevan, el río sigue fluyendo, y cada piedra, en su lugar, es parte de ese viaje eterno. La piedra grande se sumió en la tranquilidad del río, recordando que el flujo constante es el pulso de la vida misma.

 

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