Mientras recorría la sabana africana, observé un leona majestuosa que caminaba con la mirada fija en el horizonte. Se le notaba que había visto muchas lunas pasar, enfrentado desafíos inimaginables y sobrevivido a pruebas que hubieran quebrado a cualquier otro. Pero su corazón aún latía con la fuerza de quien no se rinde ante las inclemencias del tiempo ni las adversidades.
Desde cachorra, aprendió que la vida en África no era un juego. Cada día era una lucha por la supervivencia, donde el miedo era un compañero constante. Los rugidos le enseñaron a respetar a sus congéneres y a mantenerse alerta ante cualquier peligro. Las noches eran largas, llenas de susurros de la sabana y el eco lejano de otros depredadores.
Pero el tiempo no espera a nadie, y la leona vio cómo su entorno cambiaba a su alrededor. Nuevas manadas llegaban, antiguos territorios se disputaban y los recursos se volvían cada vez más escasos. Era un tiempo de cambios, de adaptarse o perecer.
Sin embargo, nada en su vida era al azar. Cada caza, cada estrategia, estaban marcadas por un instinto ancestral que le aseguraba el éxito inevitable.
La leona reflexionaba sobre lo lejos que había llegado, sobre las cicatrices que adornaban su piel como testigos de su crecimiento. El dolor era parte de su historia, pero la esperanza ardía más fuerte que el miedo.
Y así, con cada amanecer, la leona seguía su camino en la sabana, enfrentando sus miedos, abrazando el cambio y encontrando en la esperanza la fuerza para seguir adelante. Su vida era un testimonio de que, aunque el camino fuera difícil, el verdadero valor residía en nunca rendirse ante los retos que la vida presentaba.
Nota: algún parecido con la realidad no es mera casualidad.
